En el anterior blog, publiqué un extracto de lo que es el proyecto de novela que estoy escribiendo, intitulada MADRESIRINGA (Hevea), una novela que tratará de combinar ficción con hechos históricos sucedidos en el Territorio Nacional de Colonias (hoy Departamento de Pando-Bolivia. En esta mezcla de ficción-realidad-historia, se moveran personajes como Hevea (Madresiringa), el Padre de la Selva, el dios Tigre, etc. Mito, leyenda e historia. Aquí otro extracto.
(Madresiringa-acrílico sobre tela/2008)
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Madre e hijo
Madre e hijo
- El niño, doctor, hace días que no quiere comer nada de nada, no deja de llorar y de llamar a su papá- dijo la mujer entre sollozos- parece como si tuviera “tiricia” por su padre.
- De acuerdo a lo que usted me cuenta, doña Élida, yo también creo que debe ser eso. Donde está su marido?
- En la barraca Filadelfia, se imagina, mas allá de Porvenir, lo destinaron de profesor y sólo vendrá para las vacaciones de junio…
- Que va hacer entonces?
- Tendré que llevar al niño como sea hasta donde está su padre, tengo miedo de que se me ponga más malito todavía.
- Lo malo es que para Porvenir no hay previsto que salga algún carretón hasta la próxima semana.
Doña Élida no lo pensó dos veces, cogió al niño, preparó una bolsa con “tapeque” suficiente para el viaje hasta Porvenir; ropa y agua, un machete bien afilado y partió tras despedirse de su hermana y encargarle el cuidado de sus demás hijos.
Recibió el consejo de una vecina para que tuviera cuidado de no encontrarse con los “guerrilleros” que según se decía, escapaban por esa zona de la persecución del Ejército boliviano para cruzar la frontera con Brasil. “Esos rojos” como los llamaba el gobierno militar que gobernaba tras aun golpe de estado.
La mujer caminó siete días y seis noches hasta llegar a Porvenir, población donde le regalaron pan, un poco de charque de carne del monte, fariña de yuca, tabaco y papeliños para los cigarros fuertes que precisaría fumar para espantar los mosquitos y las serpientes venenosas.
- Don José va mañana a Cachuelita, por qué no le pide que la lleve? - le dijo una buena mujer mientras le servía un vaso de chicha.
Así lo hizo. Día y medio más de viaje en carretón halado por dos robustos bueyes por un camino estrecho y lleno de fangos, a veces arenoso y otras de arcilla y greda.
Llegaron a Cachuelita, a orillas del río Tahuamanu. Dos casuchas lo formaban, unos niños que jugaban alrededor de unos adultos que saludaron a los viajeros.
- Como está don José
- Bien, Pedro, aquí estoy de nuevo por acá. Esta es doña Élida, viene de Cobija y va a Filadelfia. Es la mujer del profesor Ibáñez- les dijo.
Mas tarde, mientras conversaban amenamente alrededor de una hoguera después de la cena, tomaban un café y fumaban un poco.
- Mañana, al amanecer la cruzaré en canoa. Descansen.
Esa noche Élida soñó con su marido, el profesor rural y ex combatiente de la Guerra del Chaco que enfrentó a Bolivia con Paraguay en 1932-35.
Ibáñez había dejado la carrera militar para dedicarse a enseñar a leer y escribir a los niños de aquel confín del mundo. Años después, cuando murió pobre y olvidado, uno de sus hijos escribió en su lápida el siguiente epitafio: “Aquí yace un hombre que fue soldado en tiempos de guerra y maestro en tiempos de paz”.
Hacia tiempo que no lo veía. Cómo estará? Delgado? Gordo? Con barba o sin ella?. Acaso tendría una “querida”?
Se despertó para no pensar mal de su marido. Ella estaba segura que él aún la amaba a pesar de su pasado militar y de varios hijos “regados por ahí”. Además, tenían seis hijos en común.
- Pai... pai...- lloraba el niño de vez en cuando- quiero a pai…
El canto de un gallo, el aroma del café recién hecho y de pan de arroz recién asado, la hicieron despertar.
- Tómese un cafecito- le dijo la mujer que soplaba con un abanico el fogón a leña, mientras le servía directamente del tacho, el café recién colado.
Don José se aproxima, toma un pan de arroz, se sirve un caneco de café.
- Cuando Ud. Disponga, la cruzo el río.
Élida asintió, alzó en sus brazos al pequeño que aún dormía y se encaminó a la orilla del río. Al otro lado de la ribera le esperaba una larga jornada de viaje por un camino que angosto, trillado por carretones algunas veces y otras sólo bueyes de carga. Estaba semicubierto por ramajes y casi desaparecido.
Iba a subir a la pequeña canoa cuando se oye el ruido del motor fuera de borda de una embarcación, que lentamente, río abajo se aproxima al puerto, venía cargado de bolachas, un hombre semidesnudo que lo guiaba, un perro flaco que ladraba todo el tiempo y una mujer con cara de niña sentada entre plátanos y yucas.
Atraca junto a la canoa de don Juan – Buenos días Juan, buenos días señora.
- Que tal Roberto, de donde venís?
- De Filadelfia
- La señora va para allá, es la mujer del profesor Ibáñez
- Estuve con él hace una hora. Así que va para allá, señora?
- Si, es que el niño se puso malito, tiene tiricia, solo pide ver a su padre.
- Lástima que voy hacia Puerto Rico, sino la llevaba ya mismo.
- No se preocupe.
- María- dirigiéndose a la mujer con cara de niña que le acompañaba- dale a la señora una penga de guineo para el niño.
La mujer con cara de niña esbozó una sonrisa amigable y le entrega un racimo de los suculentos y maduros bananos y vuelve a su posición inicial en la embarcación. El perro seguía la escena moviendo la cola y de vez en cuando, emitía un ladrido que parecía más un quejido en esa inmensidad de la selva.
- Bueno, nos vamos, que se nos hace tarde, ya que pienso hacer algunas compras en Porvenir.
- Que tenga buen viaje- responde don Juan.
La embarcación inicia nuevamente su desplazamiento por las amarillentas aguas del Tahuamanu, río abajo, desapareciendo en la siguiente curva.
Una bandada de loros cruzó el cielo que empezaba a iluminarse con los primeros rayos del sol.
Élida, tras despedirse del buen hombre que le cruzó en su canoa a la otra orilla del río, aspirando el aire matinal, mira aquel camino semicubierto de ramajes de los árboles y que se adentraba en la selva. Sin dudarlo, levanta al niño en sus espaldas, con el machete en la mano empieza a abrirse camino, mientras el niño balbuceaba –quiero a mi pai, quiero ver a pai…-
El niño en la espalda se queda callado unos instantes. Sus pequeños e inocentes ojos dirigen su mirada hacia un lado de la senda que servia de camino para llegar a Filadelfia.
Esa fue la primera vez que sus ojos se encontraron frente a frente. El jamás olvidó esa mirada misteriosa que entre los árboles seguía los pasos de una madre y su niño en medio de la maraña de la selva.
El vuelo de una perdiz entre los ramajes le hicieron volver la mirada, cuando buscó los ojos misteriosos, no los encontró, solamente un vacío y el consiguiente ruido del machete que Élida manejaba con maestría.
Por fin Filadelfia asomó a los ojos de la mujer. Era una barraca o centro gomero, que según la historia, fue el primer barracón que unos intrépidos hermanos siringueros levantaron dando inicio a la explotación del caucho en las lejanas tierras bolivianas del Territorio de Colonias.
Unas cuantas casas humildes, dispersas, de la que sobresalía una, donde estaba la escuela que una vez sirvió de casa del patrón, el industrial gomero Nicolás Suárez, propietario de la empresa Hnos. Suárez y Cía. y cerca de ella, una mas pequeña, la del profesor Ibáñez.
Delgado, alto, tez blanca, ojos azules, con un bigote fino; aunque vestía de civil, aún conservaba el porte militar que dejó tras la Guerra del Chaco. El profesor Ibáñez se encontraba en esos momentos frente a una vieja y roída pizarra y tras suyo, varios niños, unos ya adolescentes, atendían con curiosidad las explicaciones de historia de la clase correspondiente.
Eduardo soltó un suspiro al recordar aquel momento cuando siendo niño corrió a los brazos de su padre, a quien extrañaba en la distancia, a tal punto de sufrir nostalgia de él y hacer que su madre, aquella mujer de tez morena que siendo joven era hermosa y que a pesar de los años aún conservaba fuerzas y belleza, lo llevara, machete en mano, a la espaldas a veces y otras en el hombro desde Cobija hasta la barraca Filadelfia para que lo vea y se cure del mal de tiricia que padecía.
Su permanencia en la barraca junto a sus padres después de tanto tiempo nunca se le borró de la mente, aún en esa hora crucial, cuando sentía el abrazo de la muerte junto a la mujer que amo por siempre jamás.
El ¡Tam! ¡Tam! ¡Tam!... de un viejo tambor y el bullicio de niños que cruzaban corriendo hacia la escuela, despertaron a la madre y al niño que dormían plácidamente después de una noche de reencuentro, caricias y besos. Ella sonrió y siguió durmiendo. Estaba agotada del viaje y bien se merecía un buen descanso.
Años después Eduardo aún se recordaba de su primera travesura y el primer regaño de su padre. “Resulta que el tambor, aquél viejo tambor, de cuero destemplado… era la campana de mi padre para llamar a clase a sus alumnos y para que se vayan a dormir al despuntar la noche, así como para enseñar la clase de música- solía contar Eduardo a sus amigos- un día me puse a tocarlo con tanta fuerza que lo rompí ante la algarabía de los otros niños de su edad y el consiguiente enojo de mi progenitor.
“Mi padre estaba furioso conmigo. Cómo no estarlo si le había dejado sin su instrumento didáctico…pero me perdonó, ya que a pesar de su carácter rudo forjado en el Colegio Militar donde estudiaba y en las trincheras del Chaco, tenía un corazón tierno”.
-También jamás olvidaré mientras viva, uno de los momentos mas inolvidables mientras estuve con mi padre en Filadelfia- le decía años después Eduardo a unos amigos mientras compartían una cerveza en un bar de Cobija.
- Que pasó?
- Mi padre me llevó a pescar al río Tahuamanu. Resulta que un pez de considerable tamaño “picó” el anzuelo de la liñada que yo tenía agarrada y comenzó a jalar con fuerzas arrastrándome hacia el río. Mi padre al ver esto, corrió a tiempo para agarrarme antes de que cayera al agua. Fue un gran susto, pero también nos provocó mucha risa esta anécdota.
Pasado un tiempo y mis padres viendo que ya estaba curado de mi “tiricia”, que me había llevado junto a mi madre hasta esa barraca, se decidió que debíamos volver a Cobija, pero que en esta ocasión, debíamos ir hasta Puerto Rico, otra antigua barraca que se había convertido en población civil, para que desde allí, vía aérea, viajemos a Cobija.
Aprovecharíamos el viaje de una partida de bolachas en una lancha que iba para Nacebe, otra barraca de los Hnos. Suárez y Cia., cerca de Puerto Rico.
- Le estoy enviando una carta al compadre Floriano para que interceda junto al Sr. Valverde ante el Subprefecto para que los embarque en un avión del LAB hasta Cobija- dijo mi padre.
Partiríamos al amanecer, por lo que me fui al puerto a ver como preparaban la lancha y las bolachas que serían transportadas hasta Nacebe.
“Era un espectáculo ver rodar las bolachas de goma desde el barranco del río y ser amarradas unas junto a otras en fila, flotando en el agua iban formando algo parecido a una serpiente desplazándose por las aguas amarillentas del Tahuamanu.”